SOBRE EL DERECHO A DECIDIR
Un producto genuinamente español
Los graves problemas sociales y económicos de
Cataluña han quedado eclipsados por el debate sobre la independencia, que está
actuando como una eficaz cortina de humo
para una clase política cuestionada (como en toda España) por su
incompetencia, su parasitismo y su corrupción.
En este debate, que amenaza con causar profundas
divisiones en la sociedad catalana, juega un papel fundamental el “derecho a
decidir”.
Parece que debemos la invención de ese supuesto derecho al nacionalismo vasco, que lo fraguó
en tiempos del Plan Ibarretxe. El derecho de autodeterminación, tal como se recoge en la legislación
internacional y se conoce en todo el mundo, planteaba numerosos problemas
conceptuales que lo hacían inaplicable en el caso de una región española. Resultaba
necesario inventar una nueva expresión
con un significado parecido pero suficientemente ambigua, atractiva en
términos de marketing político, y
libre de cualquier connotación tercermundista. El derecho a decidir cumplía con las condiciones anteriores.
En los últimos años, los académicos nacionalistas
se han esforzado por encontrar a toda prisa las bases teóricas, los
precedentes, y los ejemplos internacionales que legitimaran el invento y le
dieran credibilidad. Los casos de Quebec, las antiguas repúblicas soviéticas, Escocia,
Kosovo, etc. son invocados constantemente, obviando
deliberadamente las numerosas y determinantes diferencias que se producen con
el caso catalán.
La propia definición del supuesto derecho presenta muchas dificultades. Más
allá de definiciones coloquiales, propias de cartelería electoral (“el derecho
de un pueblo a decidir su futuro”) no
existe una definición clara y compartida del derecho a decidir: a quién
aplica, cómo y en qué condiciones se ejerce, cuáles son sus límites, etc.
En definitiva, estamos ante una idea novedosa, sin base jurídica alguna y sin
bases teóricas claras. Nadie fuera
de nuestro país utiliza la expresión “derecho a decidir” con el significado que
aquí se le ha querido dar. Un invento genuinamente
español, vaya.
Se non è vero, è ben trovato
Pese a lo que hemos afirmado en el punto anterior,
en términos políticos el derecho a
decidir ha sido un hallazgo extraordinario para los nacionalistas, que les ha
permitido:
a) Disimular sus verdaderos objetivos: el derecho
a decidir es mucho más aceptable y genera menos rechazo dentro y fuera de
Cataluña que la independencia o la secesión a
secas. Es el mejor camuflaje del independentismo, una trampa perfecta para
atraer el apoyo de grupos y partidos no nacionalistas.
b) Ganar tiempo: para muchos nacionalistas, Cataluña no está preparada social y
económicamente todavía para consumar la separación del resto de España. El
ejercicio del derecho a decidir, con sus negociaciones anteriores y
posteriores, proporciona un valioso tiempo para prepararse en todos los
sentidos.
c) Confundir y dividir a sus adversarios: algunos partidos y muchos grupos o
personalidades contrarias a la independencia se han dejado engañar por la naturaleza
aparentemente democrática del derecho a decidir. ¿Qué tiene de malo votar? ¿Por
qué no preguntarle a la gente lo que quiere? ¿No es la mejor forma de
solucionar los problemas?
En los últimos meses, ha crecido el número de
personas que se atreven a afirmar que el derecho
a decidir es sinónimo de democracia. A los que cuestionamos ese supuesto derecho se nos acusa de “temer a las
urnas”. De oponer la “legalidad española” a la “legitimidad democrática
catalana”. De no tener argumentos para oponernos…
Lo cierto es que la respuesta a la avalancha propagandística del nacionalismo ha sido en
general débil y torpe. Sin embargo, no creo que sea por falta de razones. En
las próximas líneas me propongo dar unas cuantas.
¿Por qué debemos considerar el derecho
a decidir como un engaño?
Creo que lo que en Cataluña
se está planteando como derecho a decidir es un fraude y debemos rechazarlo por los
siguientes motivos:
1.
Se limita a un único sujeto de decisión (el pueblo catalán), y se niegan otros sujetos de
decisión o de soberanía. Los catalanes no sólo estaríamos decidiendo sobre
nuestro futuro, sino muy directamente sobre los 40 millones de españoles
restantes. ¿No tienen ellos nada que
decir? Actuando de ese modo, ¿podremos reclamar en el futuro cualquier tipo de
solidaridad o de respeto al interés común cuando nos convenga? En una época
caracterizada por la cesión paulatina de soberanía a instituciones
supranacionales, ¿tiene sentido esta fragmentación de la soberanía?
2.
Se plantea de forma oportunista. Hace pocos años, los nacionalistas no parecían
tan preocupados por el derecho a decidir de los catalanes. Sin embargo, ahora que
las circunstancias parecen beneficiarlos, el lema “tenim pressa” (tenemos
prisa) se ha convertido en uno de sus favoritos. ¿Es así como funcionan los derechos fundamentales de un pueblo?
¿Son derechos de “quita y pon” en función de cómo evolucionen las encuestas? Si
éstas dieran un apoyo claramente minoritario a la independencia, como ha
ocurrido hasta hace poco, ¿habría tanto interés en ejercer el derecho a decidir?
En
la situación de crisis que padecemos, los nacionalistas no han tenido
escrúpulos a la hora de lanzar un anzuelo económico a los grupos sociales con
peores expectativas: “queremos y merecemos vivir mejor”. Sus argumentos están
dirigidos a pescar en el río revuelto de la crisis.
El
carácter oportunista y meramente instrumental que algunos nacionalistas
pretenden darle al derecho a decidir queda de manifiesto en sus declaraciones
públicas: “[la consulta] se tiene que hacer para ganarla, no la hemos de
organizar para perderla” (Oriol Pujol, 17/12/2012).
3.
No recoge la pluralidad de la sociedad catalana, en la que se dan múltiples identidades
nacionales y opiniones sobre la estructura del Estado. Sin embargo, se pretende
plantear una pregunta de carácter cerrado, incluso con una respuesta dicotómica
(SI/NO) sobre tan sólo una de las posibles opciones (la independencia). El
nacionalismo espera que, forzando la decisión de esta manera, un grupo
importante de personas que en otras circunstancias preferirían una opción más
moderada se decante por otra más radical.
4.
Se fuerza una decisión de consecuencias
imprevisibles e irreversibles. El
derecho a decidir no se puede ejercer cada 4 años, ni cada 8, ni cada 15 años.
Es un derecho, digámoslo así, de un solo uso. Una vez ejercido, produce efectos
profundos e irreversibles. Si un tiempo después de “decidir” los catalanes
quisieran rectificar su elección o cambiarla, sencillamente no podrían hacerlo.
5.
Se excluyen otras cuestiones de suma importancia
para el futuro. Se nos dice que
lo que está en cuestión es el futuro de los catalanes. Pero está claro que ese
futuro depende de muchos factores, y no sólo de la relación que Cataluña
tuviera con el resto de España. ¿Se le preguntará a los catalanes sobre otras
políticas, se pedirá su opinión sobre otras decisiones trascendentales? Más
bien parece que las preguntas se quieren limitar a aquello que le interesa a
los nacionalistas, o aquello que éstos dicen que le interesa al pueblo.
6.
Se abre la puerta a otras reclamaciones territoriales
y grupales, a un cantonalismo dentro
de Cataluña. ¿Qué impediría que otros grupos sociales dentro de Cataluña plantearan
su propio “derecho a decidir”? Si, pongamos por caso, la mayoría de los
habitantes de una ciudad, una comarca o una provincia catalana decidieran
separarse del resto de Cataluña, ¿se les reconocería ese mismo derecho?
En
este sentido, es conveniente recordar de nuevo la importancia de la economía en
el debate sobre la independencia, y que la riqueza no está repartida por igual
en el interior de Cataluña. ¿Por qué los habitantes de la rica Barcelona deberían
tener más solidaridad con los de Lérida o las Tierras del Ebro que con los de
Jaén?
7.
No es un buen método de resolución de conflictos. La aplicación del derecho a decidir a través de
una consulta supondría resolver cuestiones sumamente delicadas: ¿cuál sería el
nivel de participación requerido para considerar que el resultado es válido?
¿Qué nivel de apoyo debería reunir una de las opciones planteadas para producir
consecuencias? Mucho me temo que no sería posible dar una respuesta ampliamente
aceptada a estas cuestiones.
Si
de lo que se trata es de cambiar nuestro marco básico de convivencia, lo más
lógico es reemplazarlo por uno que genere más consenso. La Constitución vigente fue aprobada con un
voto afirmativo del 90% y una participación del 68%, datos con los que ni los
más optimistas partidarios del “Estado propio” pueden llegar a soñar.
La mera
aplicación del principio de la mayoría es desaconsejable para decisiones
trascendentales que requerirán de
un fuerte apoyo popular posterior. Si una
opción consigue imponerse a otra por un margen estrecho, se corre el riesgo de
que la minoría se descuelgue y no se sienta comprometida. Es preferible que
todos cedan y todos ganen en negociación que dé lugar a un acuerdo respaldado
por un amplio consenso.
8.
El desconocimiento o la incertidumbre sobre las
consecuencias de la decisión es altísima. Es prácticamente imposible predecir las consecuencias económicas y
políticas de una de las opciones en juego, la independencia. Los catalanes se
enfrentarían a las urnas desconcertados, en medio de una batalla de cifras e
informaciones contradictorias sin que fuera posible evaluar los riesgos y
potenciales beneficios de cada opción a través de un análisis sereno.
¿Saldría
Cataluña de la UE? ¿Perdería parte de sus principales mercados? Es verdad que nadie puede predecir el futuro, pero
el salto que se pretende dar es demasiado alto como para conformarse con
echarle un vistazo al agua desde arriba.
9.
No se dan las condiciones de neutralidad de las
instituciones y medios públicos necesarias para plantear una decisión de ese tipo. Fijada una fecha para la
consulta, lo más probable es que la
intensa propaganda del nacionalismo se intensificara, y la presión sobre los
grupos partidarios de la permanencia en España se agravara. Sobran razones para
dudar de la imparcialidad de las instituciones catalanas, de los medios públicos
y privados de comunicación, y del papel de una “sociedad civil” (sindicatos,
asociaciones de todo tipo, colegios profesionales, etc.) fuertemente penetrada
por el nacionalismo y dependiente del dinero público.
Muy bien
–se me dirá– puede que todas o alguna de las objeciones que planteas sean
correctas. Pero el derecho a decidir sigue siendo una demanda ampliamente mayoritaria
de la sociedad catalana, y como tal hay que darle respuesta.
Tratemos
ahora esa cuestión.
¿Un clamor de la sociedad catalana?
En las
elecciones autonómicas de noviembre de 2.012, varios partidos incluyeron en su
programa la defensa del derecho a decidir. La suma de sus apoyos electorales
representa una clara mayoría del electorado. La reciente votación del
Parlamento de Cataluña han confirmado que la mayoría de los partidos catalanes
está de acuerdo con el derecho a decidir.
Algunas encuestas realizadas en los últimos tiempos mostrarían que la “realización
de una consulta sobre el futuro de Cataluña” tendría un apoyo cercano al 70% de
la población. Todos estos datos son aprovechados por el nacionalismo como el
argumento definitivo en favor de la consulta.
Ante
este aparente clamor de la sociedad catalana, debo plantear las siguientes
cuestiones:
·
¿Comparten
los partidos que lo incluyeron en su programa la misma idea sobre el derecho a
decidir? Los programas de algunos de los partidos que lo defendieron fueron ambiguos
en cuanto a su naturaleza, su alcance o la forma de ejercerlo. ¿Qué proponían exactamente
y qué apoyaron sus votantes?
·
¿Es posible
que los partidos catalanes vayan más allá de la superficial y equívoca declaración
aprobada hasta ahora en el Parlament, y definan los contornos de ese derecho a
decidir? Algunos partidos catalanes son aficionados a los brindis al sol y a
los gestos para la galería. Pero no creo que el supuesto consenso en torno al
derecho a decidir resistiera un debate sobre la forma de concretarlo.
· Interrogado
en una encuesta, ¿quién se va a oponer a una consulta “para que los catalanes
puedan votar” o para que “puedan escoger libremente su futuro”? El nacionalismo
ha conseguido crear una “espiral del silencio” en la sociedad catalana en torno
al derecho a decidir. Como comentábamos anteriormente, oponerse al mismo supone
el riesgo de ser calificado como anti-demócrata.
Por
otra parte, cabe preguntarse cuál sería el porcentaje de catalanes que apoyaría
una consulta sobre los recortes de la Generalitat. ¿Tal vez mayor que el que
apoyaría una consulta “de autodeterminación”? Pero ¡ah! Eso no interesa a los
políticos ni a los periódicos que hacen encuestas políticas.
A modo de conclusión
Derecho… Decidir… Hermosas palabras. ¿Quién se va
a oponer a nuestro derecho a decidir, a que podamos determinar libremente nuestro futuro?
El “derecho a decidir” es uno de los grandes
hallazgos del nacionalismo. Un hermoso envoltorio para sus verdaderos
objetivos, un eficaz edulcorante para que el trago amargo de la independencia
sea más llevadero. “Votar, queremos votar… decidir, queremos decidir…” es el
mantra que intentan instalar en la sociedad para vencer las resistencias de
aquellos que dudan de las bondades de la independencia.
Frente a estas intenciones, debemos recordar que el
derecho a decidir es un concepto
inventado ad hoc, a la medida de los intereses
nacionalistas, con débiles bases teóricas y jurídicas. Y que su ejercicio a
través de una consulta en lugar de resolver problemas los crea.
El derecho a
decidir no es sinónimo de democracia. La democracia no consiste en
responder a una única pregunta cerrada, con opciones de respuesta limitadas, cuando
le convenga al que pregunta. Como saben los habitantes de países no
democráticos, la democracia no consiste tan sólo en depositar papeletas en una
urna.